Cubría el río Tajo poco nivel de agua. La suficiente para refrescar con su humedad decenas de metros más arriba el mirador encaramado en un peñasco que afloraba en el Cigarral del Olvido.
Sentado frente a frente con el puente de San Martín, y con la masa pétrea y geométrica del Alcázar sobre mi línea del horizonte, bajaba la vista, casi sin quererlo, al flujo serpenteante de líquido que bramaba incesante y suave allá abajo… formando surcos de serpiente en la tierra y creando esos hermosos acantilados cortados por el color rojizo del hierro, que da nombre a la corriente, cada vez menos caudalosa. La sequedad del ambiente, el resol apenas formada la primavera, hacía reverberar los rizos blancos de los remansos curvos, notas de solfeo de un pentagrama inigualable.
No se porqué me vino a la cabeza Le Corbusier. Probablemente en mi agenda estaba ya la visita a su exposición en Caixaforum de Madrid. Aparecieron al cerrar los ojos múltiples sinuosidades en forma de S surcando un espacio infinito. Y empecé a comprender cómo me afectaba su famosa «teoría de los meandros» para definir el proceso artístico. Resonaron fuerte sus palabras, como una sura recitada cuando Toledo fue árabe en su taifa, desde mi minarete particular: «… la ruta de tierra es milenaria, la ruta del agua es milenaria, la ruta del hierro –fuego– tiene cien años, la ruta del aire acaba de nacer… «. Divulgar y resumir esta teoría no es fácil. Pero es constructivo su conocimiento y aplicación.
Las imágenes y metáforas del agua le sirvieron al gran arquitecto suizo para describir el discurso de la vida y los azares que se suceden como un curso fluvial que nos hace entender los elementos simples que la conforman. Es el agua que discurre para apagar nuestro fuego interior, que araña la piedra tan dura que cargamos o arrastra guijarros inapreciables. Es simple agua que humedece y compone el aire que precisamos para respirar. Con esa «metapoética» del agua, según palabras de José Parra Martínez, arquitecto, pretendió Le Corbusier, explicarse a sí mismo, sobrevolando los caudalosos ríos brasileños a vista de pájaro, la verdad de la vida encerrada entre las dos orillas del trazo natural.
Nunca al arte en general se llega con el destino en línea recta. Se alcanza solo tras navegar por direcciones en forma de abanico y después de deambular por un lecho escurridizo y cambiante. Las posibilidades solo se abren cuando los pasos se ensanchan y aprendes a vadear lugares inaccesibles para tu tamaño.
Pensaba en todas estas disquisiciones, cuando me sobrevoló un avión dejando una pequeña estela algodonada en dirección al norte. Su zumbido de mosquito me reanimó de un sopor, mitad ensueño mitad ensimismamiento, para retener el destino del agua que nunca se quedó quieta. Ese destino al que está abocada cada andadura artística adornada con altibajos, superficiales o muy profundos, al desplazarse lentamente por nuestro diario desencuentro con nosotros mismos. Mirar… ver… observar… y crear. Solo el hombre puede acercarse con ese regodeo a la cultura.
Einstein, Borges… todos pensaron en ellos… esos grafismos curvos que se reiteran como un arado arañando un lienzo, una piedra, una hoja de papel… un trozo de pentagrama colgando en los oídos. Todos, como el mismo Jeanneret, el arquitecto francosuizo Charles Édouard Jeanneret-Gris, urbanista, pintor, diseñador de interiores, escritor, fotógrafo y aficionado al cine, al igual que lo hicieron y plasmaron en todas las culturas los magos, los artesanos, los artistas. Esa visión integral de un proceso creativo está reservada a unos pocos seres. Ese espíritu renacentista e integrador que con la especialización vamos perdiendo.
Con estos desvíos de dirección, con esta deriva del pensamiento, allí, en aquel paraje rasgado a machetazos y purificado por la indolencia del aire conspirador, llegué a la conclusión que necesitaba.
Volviendo al gran filósofo de los espacios humanos, este realizó, en setenta y siete años de fecundo pensamiento, 400 proyectos para 75 edificios, además de escribir 40 libros teóricos y realizar infinidad de esquemas, dibujos, gritos de desconsuelo y sentencias evidentes. La discusión, la divulgación, los descubrimientos al azar acompañan siempre como meandros y afluentes la actividad creadora. Plasmados, publicados, edificados o no, forman un cuerpo teórico y práctico, a veces titánico, las más colérico, son cauces en calma de un sentido universal.
Toledo preparó ese escenario… un fondo de naturaleza viva en el que poder grafiar sobre mi cuaderno de viaje, tras abrir las tapas del Museo de Bellas Artes de Bilbao con el «Rapto de Europa» en cubierta, este escrito garabateado con pulso tembloroso.
J. F. Sáenz-Marrero Fernández
Imagen:
Le Corbusier
Conferencia: “La Ley del Meandro”, 1929
Boceto
Carboncillo y lápiz sobre papel
Fondation Le Corbusier, París