LA CIUDADELA… ©

image

«Lo que fue un barrio marginal, al cual no entraban nunca hombres con zapatos de charol ni mujeres con enaguas almidonadas.»

Llegó a mis manos el libro «Las ciudadelas de Santa Cruz de Tenerife» de Ramón Perez González en un estudio bien documentado de estas estructuras urbanas que corrieron como reguero de pólvora por toda la geografía urbana de las ciudades en expansión durante el último tercio del Siglo XIX y principios del XX. Y como tenía a mano la calle del Señor de las Tribulaciones decidí adentrarme en ella en busca de los últimos vestigios de una vida de emigración y esperanza en los vuelos de las gaviotas. Desde aquí ya no se otea el horizonte para ver las gabarras de carbón unirse como corcheas de un acordeón imposible de olvidar.
Solitarios los cuartos, desnudas las habitaciones, desvencijados los muros sin el alma de sus habitantes, los corredores son pasto de las brochas juguetonas de artistas anónimos.
Recordé las corralas madrileñas, los portones en Las Palmas de Gran Canaria, los patios y corrales de vecinos sevillanos de origen musulmán, las hermosas ciudadelas habaneras, las otras corralas obreras de Oviedo, las «ilhas» portuguesas, en Cadiz o en Sanlúcar de Barrameda…
image
Traspasando las fronteras las corralas de Milán se llamaron «casas de ringhiera», o casas de barandilla. Aquí las puertas esconden amores desgraciados por tanta emigración y faenas agotadoras.
Siempre escribo al aire libre. Hoy lo hago bajo techos olvidados como panales melosos de leyendas nunca escritas. Recorrí el mundo desde estas mismas aceras hasta los puertos de Long Island, la isla de Ellis, La Guaira o La Habana bajo el faro del Morro, arribando a mi destino con la llave colgando del cuello… pensando siempre en la vuelta.
En Madrid dicen que nacieron estas «comunas» con Felipe II ante el aumento de población de la nueva capital. La mayoría se concentraba en los barrios de Lavapies, Embajadores y La Latina. Hay ejemplos en otras ciudades españolas, como Málaga, Sevilla, Valencia o Valladolid, diversas localidades de Castilla y de La Mancha. En Suramérica, le dan la réplica los llamados «conventillos» e inquilinatos» en Santiago de Chile o Valparaíso, Buenos Aires o Montevideo.
Pero pocos tienen ese aire de trasbordo entre la tierra y el mar. Esa nostalgia de los huertos que fueron despensa del Toscal y alimento almacenado de la Isla para los santacruceros.
Cuentan los expertos que son herencia de las » INSULAE ROMANAS». En la parte inferior se instalaban tiendas y talleres (tabernae). Insulae había cerca del Capitolio y en Ostia (el puerto de Roma), donde las había de dos tipos. El que situaba tiendas y talleres en la planta baja. En el entresuelo se disponían los alojamientos para los trabajadores de estos negocios y las plantas superiores se dividían en apartamentos. Otras en la planta baja, en lugar de tiendas y talleres, disponían viviendas en torno a un jardín o un patio.
Me sentí atrapado por la humildad de su distribución y la perdida de vida comunal. Parecían nidos abandonados a su suerte. Allí las sombras ocultan baúles repletos de monedas de plata dibujadas por las medianías del campo y los fondos marinos. Pasé las horas adaptando mis ojos a tantas sensaciones. Silencio… solo silencio. El amor necesita siempre un lugar apartado para esconderse de todos. Un cobijo de arco iris donde colgar la llave.

José Félix Sáenz-Marrero Fernández

5/4/2016 (Sin ir muy lejos…)

Deja un comentario