ELECCIÓN DE UN CHARCO… ©

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A veces pienso que ningún charco de agua salada es importante para este mar enorme. Ninguno se parece al resto de hendiduras de las rocas. Sus verdes son tan diferentes que sólo se aprecian si los miramos muy detenidamente. Las formas son siempre caprichosas. Nunca están conformes con esas oleadas que llegan desde otros lugares para bañarlas de olvido. Forman parte de una erosión salvaje y armoniosa en largos periodos de tiempo, y se renuevan a base de agua y sal, mordiendo los cristales del granito, de la lava, de las masas informes de conglomerados volcánicos, aflorando los deseos incontenibles de una humedad inmensa que se coagula en forma de salpicaduras.
Viendo las bochas, unas junto a otras, en el mar de arena parecen planetas chocando con ese golpe metálico que explota entre las olas cercanas en trayectorias dispares. Son como vidas imperceptibles acercándose de golpe y haciendo resonar ondulaciones en las huellas anónimas.
A veces me detengo a lamer las burbujas que quedan adheridas a los bordes de esas bocas informes como si quisiera atraparlas en la piel y estallarlas entre los surcos de los labios.
Elegir uno solo de esos pozos de sal, dentro de mi soledad, en el movimiento incesante de las mareas, me seduce mucho más que coger una papeleta de una mesa a la vista del público, y depositarla en una urna funeraria de plastico para que se la lleve la resaca de un único día.
Sólo a veces…
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José Félix Sáenz-Marrero Fernández

25/5/2015

SIBONEY…©

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Pasear por el Paseo Pereda, valga la redundancia, es vestirse de smoking, aunque no se use desde por la mañana.
Calle Castelar abajo, abriendo el barrio de Puertochico, entramos en la cafetería del Savoy y pedimos una tónica con sabor a manzana, como gustan servirla ahora, sentándonos después en la terraza. Todo el aroma de los barcos llega desde muy lejos para interrumpir el tráfico. La elegancia no está en el horizonte, sino a nuestra espalda… en sentido vertical. Apaisado, el cielo envuelve cada sombra proyectada… redondeces y tiralíneas en una compleja mirada que, acariciando una esquina, me retrotrae a los años treinta entre mástiles blancos, como gaviotas proyectadas sobre el azul del cielo. Una sidra sin alcohol es casi una chapuza en esta ciudad llena de espumosas reminiscencias. Don José Peral Revuelta, promotor en aquellos años, dejó volar el gris azulado de las balconadas que aún se asoman al puerto. Este emigrante montañés en Cuba, fundador de la Casa Regil, con el aroma de café en las venas, dejó a José Enrique Marrero Regalado apostar por un austero racionalismo que recordaba sus primer viaje por la Alemania heredera del Bauhaus. El estruendo de los automóviles dejaba paso a ráfagas el batir de las olas de un malecón perdido, entre chiringuitos que lucían pinchos fashion sobre los mostradores de acero inoxidable. El tablón de madera de las tascas del puerto descansaba arrinconado en el barrio pesquero entre cañas de cerveza tiradas con un primor exquisito. Conversé con aquella señora de Líerganes de la mesa contigua que desenfadadamente dejaba sobre el movil su pitillera y miraba constantemente la hora en su reloj de pulsera. Un bolso de marca colgaba de la silla repleto de revistas de arte. Las voces entrechocaron un brindis por la vida que se dejaba llevar sobre las rayas impolutamente blancas del asfalto paralelas a las cintas distribuidoras del cuerpo en el edificio.
El bolígrafo de bola corrió en un desliz automático por mi libreta de apuntes y trazó un bosquejo de ojos de buey disfrazados de miradores oteando cada movimiento urbano.
Si desde la borda del barco derramé champán para celebrar aquel encuentro fortuito fue solo para que se mezclaran los sentidos, aflorasen las miradas hasta alcanzar La Montaña, y hacer una infusión de cortezas aguamarinas con las que aderezar el camarote del apartamento. A ritmo de sones cubanos, el espíritu caballeresco de los recién llegados se hundió y se adueñó de las jarcias del Ensanche en un paseo interminable, hasta darme un baño de olas en las arenas del Sardinero. Dibujé los troncos descuartizados y abatidos por el hacha azul de los transeúntes. Descalzo me atreví a dejarme deslumbrar por ese fragor que huele a cabrachos en «el último reducto de los mareantes», como diría Don José Simón Cabarga. Nunca me arrepentiré de aquella ensoñación cantabrocubana inspirada en una melodía.

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CORTEZAS DE AGUAMARINAS… ©

Esos troncos que se apilan frente a mi
muerden la conciencia
marcan un puñado de aguas en suspenso
del cielo.
Aguamarinas talladas
talismanes de ti
antídotos de venenos escritos
masca la corteza
amarga
que sana costumbres
adrede.
Quema tu madera
en la proa de mi barco
balcón asomado a la calzada
marina
del encuentro.
Me sorprende la voz que suena
cruzando calles
hasta la cintura
envuelta en estrías de edades distintas.

Carne esmeralda… savia del mar
vigila el puerto.

José Félix Sáenz-Marrero Fernández.

17/5/2015 (por el puerto de Castilla)

LOS PIES AZULES… (SAN PETERSBURGO) ©

Aquellos jarrones de alabastro. Eran bellísimos. Sólo en un país así podían existir gatos azules. Únicamente en esta ciudad el agua surge a chorros con arabescos de plata y se estrella contra el suelo en adoquines salpicados por panes de oro. Es gris y verde. Dorada y fría. Suntuosa y miserable. Misterios del Norte desvelados únicamente por melancólicas historias y por vidas arrebatadas.
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Era Borya para los amigos como yo, o Boris Gudanov oficialmente. Se mesaba el cabello rubio en forma de coleta hacia un lado. Le daba ese aire de Taras Bulba asiático mezclado con los primitivos rus procedentes del norte. Aquellos que dibujara Gogol, con una barba rala, que nada indicaban su plácida manera de ser, frente a la dureza de sus antecesores cosacos. Era un intelectual reconvertido a funcionario del último escalafón con un sueldo miserable que apenas le daba para comprar bolígrafos extraños llenos de color y bastos papeles de estraza donde conjeturar una suerte cambiante.
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Las setas, la cebolla picada y las papas fritas eran el suculento manjar que desprendía el aroma de los bosques en Tsárskoye Seló derramándose cerca de las mil fuentes mitológicas cuando la primavera aun no se había atrevido a asomar.
El joven ruso aspiró el olor sentado en los escalones de piedra frente al palacio de Santa Catalina. Comparó inconscientemente aquel arrullo de sonidos de aguas bombeadas por los surtidores con los bramidos crisoelefantinos del mar báltico.
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«¡Adiós, pues, mar! No he de olvidarme de tu espléndida belleza, y oiré al caer la tarde tu voz, tu fragor que embelesa.» (Alexander Pushkin).

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El alma insondable de un solo poeta rompe a nadar desde que nace su primer verso. En el bosque… pie a tierra, como en el mar, con la rodilla besando la amura de estribor, se sentía cual marinero alejado del puente de mando… arrojado a campos de frutales, alineaciones interminables del cultivo de papas que habían sustituido al desarraigo salvaje de la tundra, reduciendo sus reductos a lomas casi imperceptibles.
Retumbaba en sus oídos una cantinela oída en El Eco:
«… y a los gritos del rústico pastor
de súbito contestas,
no te responde nadie en derredor… ¡como tampoco al poeta!» (*)
Aquella soledad querida, frente a las hordas de turistas de todas las nacionalidades, le intimidó. Sus dedos temblorosos describieron círculos en los tallos de palisandro con la gubia de sus uñas.
Borya escribió un solo verso:
«Si el cielo no se abre, se cerrarán las bocas de los mastines y no se alimentaran sino de mi propia carne.» (**)

Los nubarrones escurrieron una llovizna suave sobre las columnas Stolvy y las flores agradecieron las caricias que rezumaban del cielo.
Los pies impecablemente azules cuarteados por las venas se volvieron raíces bajo las plantas de Boris Gudanov, dándole la confianza necesaria para seguir poseyendo su propio destino. Una sirena de anochecer tocó el vals número dos de D. Shostakóvich, y el alma del frustrado poeta se amansó volando suavemente sobre los barrios negros de la Gran Píter.
Y así, una vez más, A. Pushkin volvió al encuentro de Borya para describirle su propio estado de ánimo.

«Ya vague por las calles bulliciosas,
ya penetre en el templo populoso,
ya me rodeen alocados jóvenes,
en mis ensueños sigo estando absorto.»
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El despertar de la inspiración renace incesantemente en las norias de agua, dando vueltas y cabriolas, llevando por el viento en volandas los estados de ánimo de cada persona.
Aprovéchalas como lo haría Borya.

José Félix Sáenz-Marrero Fernández

21/4/2015 (desde el tibio sol que llega del norte…)

Notas :
Traducciones de la página fb del escritor Ignacio Merino
(*) «El Eco».1831. Traducción y versión de Juan Luis Hernández Milián.
(**) Verso suelto de J.F.S-M.F.

Imágenes:

Museo de L’Ermitage
Pórtico de los Atlantes
Las Tres Gracias
Ánfora griega
Gato azul de Rusia. Del Autor.

Música : Vals n.2 de Shostakovich