Y LOTI DIVISÓ UNA PIRÁMIDE… © (cuentos de lejanía…)

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El viajero romántico, que incansable erraba en la cubierta de los veleros con ansias de vomitar, divisó tierra. Su andadura febril le llevaba de un lado a otro entre notas escritas y guardadas en su morral de militar cumpliendo el sueño de una Europa deseosa de perderse en la lejanía para olvidar tanta orgía de complacencia. La aventura formaba parte de un romanticismo mistificado por cuentos de mil y una noches asomado a las dunas en desiertos perdidos sin la acosante civilización cada vez más urbanizada. Despertaba los espíritus más atormentados de la época insegura que veía nacer la industrialización a marchas forzadas.
Anclado a la mura de babor aferró sus manos a la guarnición de la madera y recordó sus firmes zancadas en las colinas de Estambul, su paso por el Magreb frente a la costa… la intensidad de las olas a brazadas durante tres años largos de viaje… los delirios de amor impresos en su frente agotada de sudor… la deriva de una brújula en los brazos atenazando una libreta descolorida donde grababa todos los relatos del orbe desconocido y en la que se reflejaba su juvenil andadura por los caminos de piedra y los senderos de espuma.

El Pico de Tenerife se acercaba y se alejaba con el bramido azul del Océano, y las oleadas de vientos alisios preñados de anécdotas amorosas con Azayadé, como Rarahu, como la mulata Combra-Felicia, reales o imaginarias, a través de naciones, imperios en auge y decadencias lúgubres de personas y paisajes.
De Egipto se trajo especias en cajitas guardadas en su gabinete destartalado de oficial en la cáscara del «Espadón»… de Jerusalén los ramos secos del cedro libanés que dio cobijo a las cabañas de los drusos montañeses… de Persia un viejo turbante de tafetán, cual fetiche de su figura franco-árabe, como demostración de su poderío… del desierto el hambre de sol de las tierras del sur. De Senegal partió hacia Francia para encontrarse con su amor real, de carne y hueso, dejando atrás letras que hilaron durante años los susurros de las calles apenas iluminadas.
En el mar de Galilea guardó piedras blancas y negras en un tarro de vidrio que colocó sobre una repisa temblando de frío por las inclemencias de las noches.
Su compañero de barco y rival, a la par que amigo, nunca pudo acabar con su imaginación desbocada que tanto asombraría a la literatura.
«¿ Es verdad que ha visto tierra? Tanto peor… yo hubiese querido que no llegara nunca… »
Tanto cuesta bajar a la realidad.
Llegó el momento de zarpar y levar el ancla. El perfume de Oriente se confunde con el olor a sal laderas del Teide arriba.

José Félix Sáenz-Marrero Fernández.

(empezado el uno de Enero del dos mil quince y terminado el seis del mismo mes y el mismo año)

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