Por fin Sorolla. He esperado meses. Y al entrar en la sala las barcas de Javea me saludan. Partí en una de ellas con el velamen desplegado hacía a América. Me recibieron los vigilantes del Museo Fundacion MAPFRE y pasé directamente de la sala repleta por los Marcos dorados con destino a Nueva York. El emblemático hotel Savoy abrió sus puertas y acompañé a don Joaquín hasta su mirador.
El pintor que nunca se encontraba a gusto con los retratos desenvolvió los lienzos donde transitaban los rostros de una sociedad neoyorquina ávida de grandezas y derroche de caudales. Su mecenas fortuna Ryan y el introductor Hungtington me trasladaron a aquel 1911 lleno de vitalidad financiera. Habían pasado dos años años desde que los paseos del gran hombre deslumbraron tierras lejanas.
Dicen que su poética del silencio y la muestra de su intimidad introvertida cargada de simbolismo, trazó con sus pinceladas todo el sol Mediterráneo a las grises calles de la urbe que dominaba el mundo. La nieve en Central Park le invitaba a prodigar sus gouches con manchas de colores empastados, donde reflejaba los carruajes y el movimiento incesante de las avenidas.
Los ojos de los viandantes no daban crédito a tantos jardines del Alcazar de Sevilla, de los patios de la Alhambra… el ciprés de la Sultana dominaba sobre los estos escuálidos de los parterres ciudadanos.
La esquina del hotel allá abajo asombraba por las muchedumbres grises y presurosas de gentes cuajadas de memorias limitadas.
Me detuve en una única y pequeña sala circular. Y entonces los vi tan pequeños y tan rápidos como gotas de carbón entre el oleaje de los óleos.
Dibujos a lápiz. Bosquejos a carboncillo con esas pinceladas de conté que contaban historias anónimas de smoking y pajaritas, abrigos y collares, páselas y tazas de café humeantes. Todo sobre el soporte sencillo del papel de estraza usado en la lavandería de un hotel lleno de vida.
Cualquier superficie plana de cartón es un lienzo para un artista. Los menús se quedaron años enteros como testigos de la mirada inquieta que me desveló sobre sus hombros a un valenciano universal.
Sorolla es un artista plástico para ver de lejos y en la distancia. Sus paletadas y sus brochazos, en pocas estocadas superpuestas, traslucen un cromatismo inusitado, un desgarro en instantes de concentración y una premonición de todo el arte posterior a él. Se anuncia una independencia fructífera de corrientes pictóricas preñada de presagios.
Desfilaron Vicente Blasco Ibáñez, Raimundo de Madrazo, y tantos otros sin haber pisado su querida Hispánico Society of América. La familia le espero, con sus hijas al frente para ayudarle a comercializar su cuantiosa obra. Pasear con 356 cuadros en sus exposiciones allende el océano le reportó 195 obras vendidas.
Quizás Colón, en sus estudios preparatorios, le despidiera en el transatlántico que le devolvió a España.
La menina le saludó desde otra ventana del hotel.
Veintiséis años después de su muerte acaecida en 1923 en Cercedilla, a espaldas de la Sierra madrileña, mi madre me paseaba por ese trozo de ladera, en un cochecito, para tomar los aires llenos de agua nevada que hoy mismo respiro.
José Félix Sáenz-Marrero Fernández
jfsaenzmarrero.wordpress.com
23/11/2014