Pasear por el Paseo Pereda, valga la redundancia, es vestirse de smoking, aunque no se use desde por la mañana.
Calle Castelar abajo, abriendo el barrio de Puertochico, entramos en la cafetería del Savoy y pedimos una tónica con sabor a manzana, como gustan servirla ahora, sentándonos después en la terraza. Todo el aroma de los barcos llega desde muy lejos para interrumpir el tráfico. La elegancia no está en el horizonte, sino a nuestra espalda… en sentido vertical. Apaisado, el cielo envuelve cada sombra proyectada… redondeces y tiralíneas en una compleja mirada que, acariciando una esquina, me retrotrae a los años treinta entre mástiles blancos, como gaviotas proyectadas sobre el azul del cielo. Una sidra sin alcohol es casi una chapuza en esta ciudad llena de espumosas reminiscencias. Don José Peral Revuelta, promotor en aquellos años, dejó volar el gris azulado de las balconadas que aún se asoman al puerto. Este emigrante montañés en Cuba, fundador de la Casa Regil, con el aroma de café en las venas, dejó a José Enrique Marrero Regalado apostar por un austero racionalismo que recordaba sus primer viaje por la Alemania heredera del Bauhaus. El estruendo de los automóviles dejaba paso a ráfagas el batir de las olas de un malecón perdido, entre chiringuitos que lucían pinchos fashion sobre los mostradores de acero inoxidable. El tablón de madera de las tascas del puerto descansaba arrinconado en el barrio pesquero entre cañas de cerveza tiradas con un primor exquisito. Conversé con aquella señora de Líerganes de la mesa contigua que desenfadadamente dejaba sobre el movil su pitillera y miraba constantemente la hora en su reloj de pulsera. Un bolso de marca colgaba de la silla repleto de revistas de arte. Las voces entrechocaron un brindis por la vida que se dejaba llevar sobre las rayas impolutamente blancas del asfalto paralelas a las cintas distribuidoras del cuerpo en el edificio.
El bolígrafo de bola corrió en un desliz automático por mi libreta de apuntes y trazó un bosquejo de ojos de buey disfrazados de miradores oteando cada movimiento urbano.
Si desde la borda del barco derramé champán para celebrar aquel encuentro fortuito fue solo para que se mezclaran los sentidos, aflorasen las miradas hasta alcanzar La Montaña, y hacer una infusión de cortezas aguamarinas con las que aderezar el camarote del apartamento. A ritmo de sones cubanos, el espíritu caballeresco de los recién llegados se hundió y se adueñó de las jarcias del Ensanche en un paseo interminable, hasta darme un baño de olas en las arenas del Sardinero. Dibujé los troncos descuartizados y abatidos por el hacha azul de los transeúntes. Descalzo me atreví a dejarme deslumbrar por ese fragor que huele a cabrachos en «el último reducto de los mareantes», como diría Don José Simón Cabarga. Nunca me arrepentiré de aquella ensoñación cantabrocubana inspirada en una melodía.
CORTEZAS DE AGUAMARINAS… ©
Esos troncos que se apilan frente a mi
muerden la conciencia
marcan un puñado de aguas en suspenso
del cielo.
Aguamarinas talladas
talismanes de ti
antídotos de venenos escritos
masca la corteza
amarga
que sana costumbres
adrede.
Quema tu madera
en la proa de mi barco
balcón asomado a la calzada
marina
del encuentro.
Me sorprende la voz que suena
cruzando calles
hasta la cintura
envuelta en estrías de edades distintas.
Carne esmeralda… savia del mar
vigila el puerto.
José Félix Sáenz-Marrero Fernández.
17/5/2015 (por el puerto de Castilla)